18/6/11

EL ACCIONISTA


Autor: © Jesús Alejandro Godoy

“...Tengo que obtener más... —pienso con el paroxismo de los nervios al límite—, tengo que obtener más para invertir, sino no podré formar parte de este gran negocio”
—Este gran negocio... —murmuro y me froto la barbilla como si por enésima vez urdiera mi plan desde cero y llegara a... a... a... eso...: la nada—.
“La nada” repito para mis adentros.
Rápidamente corrí por vigésima vez hasta mi escritorio y verifiqué mis papeles: todo estaba en orden; pero...
—¡La venta no es de calidad! —grito y golpeo con mi puño el escritorio; mi lámpara con base nácar, rueda por el suelo, al momento que estalla la bombilla—.
¡Diablos y centellas! ¡Por todos los demonios del infierno!
Me quedo un tiempo de pie. Mis ojos me laten.
“Diablos, se me van a salir como corchos de champagne y me los va a robar Filo, para luego comérselos de un bocado” pensé.
Me palpo la sien, y escucho enseguida el ronroneo de Filo, que se pasea por el borde del ventanal con la habilidad de un eximio equilibrista sin red, que a su vez fuma un puro mientras saborea un exquisito borboun.
Sus ojos amarillos contrastan con su pelaje negro y brilloso. Su cola bailotea con las sombras de la habitación. Su mirada es tajante, mordaz y exacta; él sabe que no puedo dejar nada al azar, yo sé que no se puede dejar nada al azar; todos, saben, que nada se deja al azar.
Y ahora justamente...
—Ahora que llega a mí, el gran negocio del siglo, no tengo materia prima —murmuro—. ¿Qué hago Filo?
El gato mueve la cola y se sigue balanceando por el borde del ventanal. Un paso a la vez, un movimiento complejo e inverosímil a la vez.
Bajo la vista y vuelvo a mis anotaciones.
Me siento ágilmente en mi sillón Luis XV, y hundo mi espalda sobre el rellano del respaldo. Por un instante huelo el ágil perfume ancestral del tapizado y de la madera. La cabeza me está por estallar.
Mi ambo gris topo ya ha perdido su grácil loción, y ahora huelo a impotencia, que sé, prontamente se transformará en furia.
Peor no deseo, ni quiero llegar a ése estado de ultraje emocional.
—¿No...? Filo ¿Por qué tendría que enfurecerme? —murmuro.
Filo baja de su sitio a la alfombra persa y se cuela bajo el armazón de un sillón ornamentado en plata e hilos de oro todo su diseño.
“Gato imberbe —pienso—. Esos ojos se asoman por debajo de las tinieblas, me ven, me oyen; y sé, que están esperando una disculpa instantánea”
—Sorry Filo —digo desinteresadamente y el ronroneo comienza nuevamente—.
Casi desvaneciéndome por no saber como solucionar el entuerto, poso mis ojos en el tablero de ajedrez.
Todas las piezas talladas en fino diamante, están atravesadas por una luz mortecina y algo reacia a entrar a mi lugar. El caballo de mi adversario amenaza a mi reina y uno de mis alfiles está por atacar a una torre; es una jugada algo escueta (en honor a la verdad) pero es bueno tener un tiempo para jugar una partida de vez en cuando con un antiguo oponente. Lamentablemente esta partida había quedado inconclusa por asuntos de negocios...
“Ese pelilargo, que siempre desaparece por arte de magia, es astuto si... pero no me ganará nuevamente” pienso y me froto la sien izquierda y vuelvo a mi realidad.
—Ahora —digo volviendo a mis anotaciones y mis bitácoras financieras—, ¿Qué es lo que sucede aquí, que no puedo siquiera aspirar a cerrar esta maravillosa transacción?
“Números —pienso, todos son malditos números, pero el valor que puedo obtener por esta maldita cosecha, es ínfima a comparación de la tarea que tengo que realizar”
Entonces, vuelvo a ponerme de pie, y a acercarme a mi ventanal preferido. Miro el bosque casi selvático que tengo delante de mis narices. La bruma me relaja y las sombras que se generan por el vaivén de los árboles me apasionan.
La luna hoy es menguante y el cielo deja que las nubes se deslicen en su enorme seno.
Toco mi barbilla nuevamente.
“Ya no hay material de calidad” pienso.
Giro.
—Tendré que intervenir —digo. Soy el accionista mayoritario de esta causa y no puedo fallarles a mis principales acreedores—.
Cuando doy un paso en dirección a la puerta, me pregunto si será necesaria mi intervención para obtener la calidad necesaria de mi materia prima, para luego lograr un producto terminado de absoluta aceptación.
Me cruzo de brazos.
Doy un paneo a mis Boticelli, mis Picasso, mis Da Vinci, mis Rafael y sigilosamente me acerco a mi biblioteca: Sócrates y Platón se apiñan con Heródoto y Aristóteles; lejos de ahí mi preferido: Stephen King, se codea con Borges y algo de Lao Tsé que está a medio leer (tengo que admitirlo)
Suspiro y dejo caer mis hombros, como si sobre ellos se hubiese posado un enorme ave con garras de hierro y alas de acero.
—Volver —digo.
“Volver a ése apestoso, mugriento y desahuciado lugar, donde todo es matanza, bella codicia, avaricia, lujuria y mentira” pienso algo sombrío.
—¡Volver a ese apestoso sitio...! ¡Donde todo es falso, ruinoso, efímero, malicioso, y pulcramente endemoniadoooo! —grito y salto de alegría—.
La cola de Filo se empieza a menear por debajo del mueble al compás de mi loco (y algo infantil) baile. Jalo de ella y recibo una mirada de desaprobación inmediata; pero mientras sigo bailando, veo una sonrisa melosa que tiene algo de demencial; entonces tomo a Filo entre mis manos y lo alzo para que baile y salte conmigo.
—¡Filo, volveremos a la tierra por un tiempo, tu y yo! —grito saltando de alegría—. ¡Volveremos a nuestro hogar por un tiempo! ¡Volveremos para buscar más materia prima...!
Bailamos y ambos gritamos hasta que todos los cuervos volaron sobre nuestras malditas cabezas; hicimos que los cimientos de éste aburrido lugar se empezara a fracturar. Y hasta creo, que lloramos de alegría.
Luego de que toda la exaltación hubo pasado, Filo se queda jadeante sobre el sillón bajo un Matisse; y yo, quedo sonriente apoyado sobre mi escritorio de roble.
“Volveremos a la tierra a buscar más materia prima” pienso
—Volveremos a buscar más almas de esos números idiotas, para vencer en nuestra empresa... nuestro gran negocio —murmuro y sonrío—, y ahora que el gran momento se acerca —miro a Filo atentamente—, no sería inteligente de mi parte, el aparecerme en la batalla con las manos vacías—.
Filo empieza a ronronear como nunca antes y sus ojos se dilatan hasta su máxima expresión, su hocico se frunce con una sonrisa de payaso y su cola parece enhebrarse en algunos espíritus sueltos por ahí.
—Vamos Filo, tenemos trabajo que hacer —digo.
Camino hasta la puerta de mi oficina. La abro casi hasta con impaciencia y salgo al ruidoso tránsito de mi fábrica de terror y desconsuelo.
Huelo el aire. Veo que todo está como debería estar: el aire es una mezcla de carne chamuscada, con heces en descomposición, gusanos, carne hedionda y hielo.
Filo se relame y maúlla.
—Pronto, Filo, muy pronto —digo.
Apago la luz de mi oficina, cierro la puerta y dispongo todo para mi partida.

28/1/11

PRIMER INFIERNO


Autor: © Jesús Alejandro Godoy

La tarde se abatía en el horizonte y se dejaba ganar al inmenso frío que congelaba hasta a las más intensas emociones que se pudieran generar.
En la ciudad de Ituzaingó al oeste de Buenos Aires, las cosas pasaban muy lentamente, digamos, que pasaban a una lentitud tan exasperante que hasta los muertos del cementerio cercano pedían un poco de juerga.
Los negocios, la iglesia, los restaurantes, los bares, y un par de locales que estaban a punto de inaugurarse de acuerdo al rápido crecimiento de la ciudad, estaban atestados de personas que trataban de acomodar sus cosas lo más rápido posible ya que se acercaban las vacaciones de invierno; las ventas subirían, y ya los comerciantes imaginaban a los críos haciendo berrinches y morisquetas a llanto limpio si los padres no le compraban lo que ellos querían.

Hacía tiempo que no sucedía nada... extraño.

Fue por eso que nuestra preocupación llegó a su extremo cuando había llegado a la preparatoria un alumno nuevo que se la pasaba hablando de Karate, ninjas y Kung Fu; pero lo más alarmante era que (como todos en un momento), había puesto sus ojos en Walter Mendoza.

El Bar I
—¡Ahora sí que la hiciste! —gritó Mendoza al ver que el nuevo se había derramado un poco de mayonesa de su hamburguesa sobre su chaleco marrón—. ¡Ja, jo, ja miren que imbécil!
Alberto “Bruce” Loe, no tardó en tomar del cuello al gritón. Contrajo su frente y sus ojos parecieron más achinados que nunca, la mueca que hizo se pareció en sumo grado a la que hacía Popeye antes de darle una magistral paliza a su archirival Brutus.
—Mira gordo —murmuró—, si vuelves a llamarme imbécil te juro por mis ancestros que tomo mi nunchako y te lo meto en tu enorme y fofo culo... ¿Ok?
Del otro lado no hubo respuesta, sólo una mirada pétrea y dura de Mendoza.
Fue cuando en silencio nos empezamos a poner de pie...
Walter Mendoza tenía un traste enorme, sí que lo tenía. Era por esa razón –y por sus dientes de conejo obviamente-, que siempre había sido el centro de burlas de todos los alumnos de sexto año del colegio San Judas Tadeo.
Desde: “Conejo Culón”, “Mandíbulas con culo”, “Nalgas dentudas” y miles de etcétera, siempre tanto los de su misma división (o sea nosotros), como los más pequeños, se las habían rebuscado para colocarle el mote más gracioso.
En los primeros años Mendoza había pasado desapercibido casi como todos; luego, cuando los grupos se habían empezado a definir, él había quedado expuesto porque nadie lo quería ni de compañero, amigo o simplemente nadie lo quería ni siquiera de lastre.
Primero lo veíamos acompañado siempre de un chico de nombre Adelo o algo así; ya se sabe, con ése nombre muy lejos no iba a llegar ése pobre infeliz y menos si andaba con Mendoza.
Adelo corría con la ventaja de que era primo de Hugo “Van” Mally, que era uno de los personajes más populares de la preparatoria.
Su apodo “Van” se lo había ganado luego de que en una riña mientras su contrincante lo llenaba de amenazas para amedrentarlo, él simplemente le destrozó los testículos de un veloz golpe al estilo “Van Damme”
Fue el mismo Hugo Van que le aconsejó a su primo que se dejara de tonterías y se alejara de Mendoza para no destruir su ya casi hecha trizas reputación.

Eso fue lo que hizo Adelo.

Luego de ése episodio veíamos a Mendoza vagar solo como un condenado dentro una jaula invisible; algunos nos contaron, que un par de veces los habían encontrado llorando escondido dentro de un armario de madera en la biblioteca, o escondido tras los trastos viejos en el subsuelo del colegio. Nadie lo consolaba, nadie lo ayudaba, nadie lo contenía, solamente era el fetiche más obsceno de las burlas más duras.
Su inexistente popularidad se hundió más que el Titanic cuando una vez presuroso por descargar su ya conocido llanto, se había metido a toda velocidad sin darse cuenta, al baño de las niñas y se había dado un buen coscorrón –con topetazo incluido- contra una de las niñas más bellas del colegio.
“¡Me tocó una teta!” fue lo que había gritado Florencia “Flopy” Sotieguy.
¿Si era mentira?
¡Claro que era mentira!
Todos lo sabían, y hasta los profesores, los celadores, y el rector sabían que era mentira. Pero a Mendoza había que verlo sufrir y eso fue exactamente lo que hicieron.
No solamente lo humillaron frente a todos sus compañeros, sino que lo suspendieron por dos semanas; y luego, tuvo que relatar lo sucedido frente a su madre y el sacerdote Francisco Novak –que no veía bien lo que hacían con el pobre chico, pero que también sabía, no podía contradecir a la familia en su proceder-, detalladamente, y hasta se cuenta que su padrastro le hizo escribir cinco mil veces en su cuaderno algo al estilo de: “No tengo que ser tan estúpido”
La “falsa tocada de tetas” ya era todo un hecho, y Mendoza decía también que así había sucedido pues no tenía la fortaleza para oponerse a nadie.
Hasta el día de hoy creo que si el rector le decía que además de decir que le había querido tocar los pechos a una de las niñas, también tenia que decir que lo había encontrado traficando mulas en la terraza, él no tenía problemas en reafirmarlo y reír inclusive mientras lo decía.

Eso fue todo y eso era todo...

Creo que luego de todo esto o luego de algunos de estos momentos, fue cuando desarrolló esa extraña personalidad que lo había vuelto más raro y distante que nunca.
El secreto que se oía a voces, decía que lo habían encontrado en su habitación embadurnado hasta los cojones con una mezcla de miel, veneno para ratas, puré de papas instantáneo y whisky JB, jurando que estaba fabricando una medicina especial para que su cuerpo se convirtiera en un cuerpo musculado, fibroso y marcado.
Lo más (si se puede decir ilógico) era que pegados a su ungüento tenía varias hojas de sus carpetas y papeles recortados irregularmente en los que se había dibujado a sí mismo golpeando y vengándose de sus atacantes; y en las que había escrito plegarias con un marcador negro.
Un cuerpo fibroso, músculos y marcado...
La verdad es que lo único que le había quedado marcado fueron los azotes que le había propinado su padrastro.
Cuentan que esa noche le pegó tanto que lo mandó a hipervelocidad a la clínica del doctor Sergio Allende antes de que pudiera siquiera gritar de dolor.
En la clínica, lo atendieron por la erupción subcutánea que había tenido por la mezcla que se había untado.
Allende aconsejó que por esa noche se quedara en observación por si tenía algún tipo de rebrote. Lo cierto (y según como lo comentó el comisario Nicolás Cernadas) luego de pasada la medianoche los gritos del chico alertaron a todos los pacientes de la clínica, a los ocasionales transeúntes y hasta a los perros que se habían amontonado frente a las ventanas de la clínica a aullar como lobos salvajes.
El doctor Allende había optado por llamar a su amigo Cernadas, luego de que fallaran todos los intentos por derribar la puerta.
“No comprendo Nicolás, hasta quisimos derribar la puerta a hachazos y mira... ni una marca” había dicho el médico señalando la puerta de madera pintada de color beige con un cartel acrílico donde se veía el número “202”.
La madre de Mendoza no había tardado en llegar acarreando a su novio (que siempre estaba más ebrio que un bodeguero ganado a la tentación) pidiendo a los gritos y llantos desconsolados que sacaran a su hijo de la habitación lo más rápido posible.
Lo cierto es que luego de las doce y veinte minutos exactamente, y luego de oír gritar al chico hasta el hartazgo; Cernadas decidió tomar su calibre 22 reglamentaria y volar la cerradura de un balazo.

Y acá viene lo bueno...

Los que estuvieron ahí, juran que una voz como un gran gorjeo, una voz espantosamente de tumba y terrosa dijo: “Ahora todo ha cambiado... ahora será mi momento” y seguidamente los gritos cesaron y la puerta se abrió tan despacio como si jamás hubiese estado trancada.
Todos ingresaron a la habitación como un malón, pero no vieron un espectáculo horrendo, dantesco ni nada extraño; solamente vieron a Walter Mendoza, durmiendo de lado y roncando como si se fuera a morder y a seccionarse la traquea él mismo en cualquier momento.
Todos buscaron a alguien o algo extraño en la habitación, pero nada encontraron.
Cuando Mendoza se despertó debido al tumulto que estaba haciendo todos alrededor; y más, cuando su madre le pegó un codazo accidentalmente en la cabeza antes de despertarlo, fue cuando todos vieron esos ojos...

El Bar II
 Los mismo ojos que estábamos viendo nosotros ahora.
—Vámonos —le susurró un compañero de apellido Duré a otro de apellido Gola y éste a López y éste a... todos nos levantamos como perros asustados.
“Bruce” Lo, no había conocido antes a Mendoza, pero también se dio cuenta que algo no funcionaba bien.
Fue por eso que creo que abrió la boca para decir algo, pero antes de hacer eso, un puñetazo le partió el labio superior en dos y le arrancó tres dientes de cuajo como si un forzudo le hubiera dado un batazo a toda potencia.
La cabeza de Bruce se balanceó como la cabeza de esos muñecos de prueba para accidentes, como si éste estuviese dentro de un pequeño compacto estrellándose en un muro de concreto sólido.
La sangre salió a borbotones con el rostro tal vez cómico de Bruce mirando la nada. El segundo golpe fue un cabezazo feroz que le partió la nariz en varios pedazos ¡Crack!
Y el tercer golpe fue un gancho desde abajo que le subió la mandíbula hasta casi tocarse con su frente.
Luego Bruce se desvaneció cayendo torpemente al suelo como si a una marioneta le cortaran los hilos que le daban vida.
Sólo Dios sabía si se iba a levantar nuevamente.

Pero nunca era suficiente... sí, jamás era suficiente.

Cuando el chico Mendoza había salido de la clínica, todos decían que estaba cambiado... más rápido, más espabilado.
Ya no parecía el zonzo de siempre, su andar era un poco más altanero y firme; pero su don... su don empezó a fastidiar a todos.
“¡Te veo maldito embustero, te veo robando la caja fuerte del club!” le había espetado en la cara al viejo Truto, cuando éste caminaba tranquilamente con su familia para entrar a un restaurante.
“¿Cómo te fue con el novio de tu hija, vieja sucia? ¡Que buena revolcada! ¿No?” le había gritado desde lejos a la viuda Sosa mientras hablaba con una compañera del gimnasio.
Y así una y otra vez con todos y cada uno de los habitantes de la ciudad de Ituzaingó; algunos, enfrentaban al chico o a su madre para que se callara, otros querían caerle a patadas en el gordo culo.
Otros sin embargo, se alejaban a la carrera para no escuchar lo que el chico les decía. Con el tiempo algunos comprobaron que lo que el chico decía era pura verdad, pues al viejo Truto le habían encontrado una cuenta fantasma en un banco del interior, y la hija de la viuda Sosa había obtenido una confesión de su novio cuando éste se había pasado de copas en el cumpleaños de su padre.

Todo era verdad...

Pero al único que Mendoza no fastidiaba era a Nicolás Cernadas, con él era todo distinto; habría sido tal vez porque Cernadas nunca lo había visto como una abominación, sino, como un pobre chico que necesitaba un poco de cariño y más auto confianza.
Mendoza o lo que fuera que estaba dentro de él lo sabía, y cuando Cernadas se acercaba al muchacho, éste se quedaba quieto e indefenso como un cachorro.
Fue por eso que varias –sino era la totalidad de los damnificados o sea más de la mitad de Ituzaingó-, personas habían pedido reunirse con él para discutir que hacer con el chico Mendoza.
Cernadas los escuchó a todos con paciencia en la gran antesala de la biblioteca de Ituzaingó, y les prometió que hablaría con él.
Pasó un tiempo y esta vez cuando Cernadas pidió una reunión fue tajante y claro: “El chico Mendoza me dijo que si nadie más se volvía a burlar de él, atacarlo, o a humillarlo él dejaría de hablar cosas... personales”.
Casi todos quedaron de acuerdo en que no había que molestar al chico adivino; otros, quería quemarlo en una pira.
Creo que dentro de todo, la lógica había funcionado hasta que Mendoza le había arrancado “literalmente” la cabeza a su enemigo natural Hugo “Van” Mally.
Todos estaban horrorizados.
El chico Mendoza también.
La policía lo había esposado y lo había dejado en una celda común hasta que las cosas se aclararan. El padre Novak, había ido a ver al chico pero creo que desde el momento que se paró frente a Mendoza, tenía la firme sensación de que estaba de pie frente a algo que no era un chico de quince años.
Dicen, que cuando el sacerdote Novak empezó a hablar de Cristo y de los apóstoles, Mendoza se había vuelto loco y su piel se había puesto de un color morado violáceo, como la piel de un muerto de hacía dos o más semanas.
El olor a carne descompuesta y el vapor que salía del suelo de la celda, hicieron que todos los policías salieran disparados como ratas frente a un fumigador. Novak yacía inconsciente en el suelo abrazando su biblia como si fuese un ebrio abrazado a su botella.
Fue cuando llegó Nicolás Cernadas y todo terminó en un santiamén. El chico empezó a llorar como un condenado y hasta se orinó encima por ver al padre Novak en el suelo con las piernas abiertas como si fuese a dar a luz.

Nadie supo explicar que había pasado.

Novak jamás había hablado del asunto; y seguidamente apenas se había recuperado de su “experiencia” había aceptado la invitación de un feligrés a viajar a Italia en un barco que se llamaba Kadros.
Todos tuvieron miedo a lo que estaba dentro de Walter Mendoza, y lo que estuviese dentro de él, le temía a Nicolás Cernadas.
Fue por eso que fue al único que “ la cosa” no persiguió ni mortificó en los sueños, ni en la oscuridad de las calles vacías de Ituzaingó.
Algunos dijeron que se metía en la mente y les mostraba a cada uno la muerte que les esperaba si se burlaban una vez más del chico Mendoza, o se atrevían a golpearlo o a jugarle una chanza pesada.
Una mujer muy flaca (creo que con cáncer terminal), contó entre risas que una vez su esposo le había querido volar la cabeza a Mendoza de un escopetazo pues ya no soportaba oír al muchacho decir tantas verdades ni de él ni de sus dos hijas que habían terminado como prostitutas de lujo en España.
Contaba; que cuando le disparó en la frente, el viejo había gritado de alegría, pero para su sorpresa u horror antes que los perdigones tocaran la frente del chico, éste se había transformado en un ser alado de color parduzco, enormes dientes podridos, ojos negros y que chillaba como un cerdo delante de un megáfono y despedía una fetidez absoluta.
El hombre ni siquiera había tenido tiempo de darse cuenta que ya estaba muerto porque la cosa le había seccionado la cabeza con el borde filoso de una de sus enormes alas.
A la mujer la habían encontrado delirando a horcajadas del cuerpo decapitado de su esposo.
Todos aseguraron y afirmaron que la mujer estaba delirando por su tratamiento de quimioterapia y todos los medicamentos que tomaba para paliar esa intolerable enfermedad; pero, la cabeza de su esposo faltaba, eso era un hecho...
Eso era un hecho...

El Bar III
Mendoza apartó la mesa con tal fuerza que la única pata circular de ésta y atornillada al piso con bulones macizos, salió disparada sobre nuestras cabezas como si la hubieran disparado desde un enorme cañón. La pata se incrustó en la luneta trasera de un Chevrolet gris y la madera cruzó volando los cables de alta tensión y cayó a la mitad de la calle.
El primer puntapiés que le propinó al infeliz Bruce, creo que le quebró algún hueso de la cabeza ya que el sonido fue hueco y agónico; el segundo puntapiés hizo saltar sangre como si hubiesen perforado la cabeza del chico para llenar miles de barriles de petróleo.
Uno de mis compañeros –más precisamente Abel “Putete” Romón- se desmayó cuando vio como uno de los ojos del oriental volaba por los aires como si dentro de la cuenca —ahora vacía y sangrante— de su calavera le hubieran colocado algún tipo de chasco, como esos anteojos con nariz, bigotes y ojos con resortes.
Cuando Nicolás Cernadas llegó a la escena, se acercó muy lentamente a Mendoza y colocó su mano en la mollera del chico. Esto hizo que se detuviera. Todo quedó en silencio. Ya todo había concluido en un festín tan horrendo como carnicero.
Walter Mendoza estaba exhausto. Se miró las manos, se tocó los pantalones de dril, y miró el suelo.
El grito de Mendoza fue como el de un ser humano al que lo están depilando con lija.
Gritó, gritó, lloró y volvió a gritar como un animal; pero, nada pudo hacer, nada pudimos hacer.
Sinceramente habíamos llegado muy tarde, para avisarle a “Bruce” Lo, que evitara enfrentarse con Walter Mendoza.

Todos hicimos silencio. Todo Ituzaingó quedó en silencio.

Al padrastro de Mendoza (del que sabíamos solamente que le decían “Matute”, nunca supimos porqué), lo habían encontrado empalado desde la columna vertebral hasta cerca del cerebelo.
Lo había encontrado un pequeño que estaba buscando ranas en un descampado.
Nadie dijo nada, la madre de Mendoza tampoco. Lo único que se supo fue que al hombre le faltaban los ojos, la lengua, y le habían arrancado los órganos internos desde el ano, con lo que parecía ser un descomunal y enorme mordisco. Dentro de todos los orificios sangrantes, habían encontrado los papeles recortados que el chico se había pegado cuando había estado internado.
Cuando por fin había podido bajar al padrastro de Mendoza de su tumba vertical, ante sus ojos habían visto la destrucción que había causado el asesino.
Todos sabían que era él. Todos sabían que lo había matado el chico Mendoza.
Cernadas entonces había tomado la decisión de encarcelar al chico y enviarlo a la sombra para siempre; pero para su sorpresa, las mismas personas que antes se burlaban de Mendoza, ahora querían que no lo molestase y ni siquiera que dejara entrever que en algún momento lo iba a encarcelar o darle una reprimenda.
Cernadas hizo oídos sordos a todos “esos estúpidos locos” como dijo en su momento, y había ido a ver al chico y a su madre.
Cuando había aparcado su camioneta en la acera fuera de la casa, sintió que la cabeza le iba a estallar en mil pedazos; y algo le dijo: “Te temo hombre y tú lo sabes, pero si no dejas al chico me llevaré a alguien...” y enseguida tuvo una visión de su novia y futuro esposa Karina, siendo decapitada y golpeada por un monstruo salido de alguna mente demencial.
Miró hacia dentro de la casa y el chico Mendoza lo estaba mirando con esos ojos totalmente rojos... vidriosos, huecos y fríos. Luego sonrió y saludó con la mano en alto, sus ojos ahora eran de ésa marrón opaco y cansado, que le habían dejado tantos años de burlas y castigos.
Nicolás sonrió forzadamente y aceleró muy despacio el vehículo hasta frenar en seco cerca de una ochava; esa visión había sido muy real. Lloró y sin quererlo tomó entre sus manos fotocopias de varios papeles que él mantenía dentro de una carpeta forrada en papel verde.
Miró temblorosamente las hojas y vio entre sus manos los trazos de un niño que dibujaban simplemente un ser alado que golpeaba con un “pum” y un “paf” a todos los que le habían hecho mal, y al lado una leyenda que rezaba: “Que todo esto termine para siempre, yo tengo poder, yo soy invencible y puedo volar”
Cernadas volvió a llorar, estaba temblando.
Dejó ese papel y los otros junto a él. Se recompuso y fue a buscar a su novia.
Eso había sido todo...

El Bar IV
Después apareció una camioneta íntegramente pintada de negro y sin chapas patentes. Se bajaron de ella dos hombres robustos cuyos rostros estaban casi escondidos tras barbijos verdes. Tomaron el cuerpo del ahora muerto Alberto “Bruce” Loe, lo envolvieron hasta amortajarlo en una gruesa bolsa negra y lo colocaron en la parte trasera de la camioneta.
Cuando ésta partió, una pequeña utilitaria pintada de blanco y en las mismas condiciones que el vehículo anterior, se detuvo frente al bar donde nos encontrábamos.
Bajaron cuatro sujetos enfundados en trajes verde agua con algunos agregados de neopreno.
Nos dijeron que nos apartáramos y empezaron a limpiar el lugar. Luego de casi media hora de colocar varias veces algunos productos inclasificables pero de penetrante aroma y efectos secundarios como ojos llorosos y gargantas inflamadas, partieron haciendo señales de que todo estaba bien.
Algunos empleados que nunca habíamos visto en nuestra vida se acercaron y cambiaron la mesa y se llevaron el Chevrolet gris –seguramente para reemplazar la luneta-, y en menos de veinte minutos cambiaron el gran cristal de la marquesina que había quedado hecho añicos.
Cernadas se llevó a Mendoza como abobado y lento, y lo colocó muy despacio en el asiento trasero de su camioneta.
Nos sentamos tranquilamente, empezamos a hablar de algo, y enseguida todos nos imitaron. La gente siguió haciendo lo suyo. Nadie supo nada, nadie sabía nada, aquí nada había sucedido.


El Bar V
Pasaron dos semanas y luego que la familia de Bruce Loe fuera buscar su cuerpo -al cual todos aseguraban lo había golpeado un vagón del ferrocarril Sarmiento-, nos sentamos a la misma mesa en silencio, con Walter Mendoza a nuestro lado.
Todos hablábamos y tratábamos de no molestarlo y no ofenderlo en lo más mínimo; pues sabíamos que lo que estuviera viviendo dentro de su cuerpo saldría y se cargaría a cualquiera de nosotros sin miramientos como se había cargado a Bruce Loe, a Hugo Van, a Luciano “pícoro” Miné, a su padrastro, a Florencia “Flopy” Sotieguy y a otros más que vimos y veríamos morir frente a nuestros ojos como moscas.
Nada podíamos hacer, a nadie podíamos alertar, porque Walter Mendoza se estaba cobrando poco a poco todos los momentos vividos; se estaba cobrando cada lágrima, cada instante de humillación, cada ofensa recibida, cada herida, cada tormento; y nada podíamos hacer porque todos sabíamos íntimamente, que éramos responsables de lo que estaba sucediendo.
Sin quererlo, o tal vez deseándolo, habíamos creado nuestro propio monstruo, nuestra propia pesadilla, nuestro primer infierno...

—¿Me pasan la sal? —pidió Mendoza.
—¡Claro! —casi gritaron todos al unísono.

Nuestro propio demonio...


UNO DE ESOS


Autor: © Jesús Alejandro Godoy

“¿...Sabe aquel cobarde que sufre lo que sufre, por ser un cobarde?” se preguntó el hombre mientras miraba como se escondía el sol bajo esas montañas nevadas.
Aquel pensamiento iba dirigido a un hombre al que todos conocían como el “macho remachado” más cuando recordaban cuando lo habían conocido: parecía ser algún titán salido de alguna novela de héroes; pero a los pocos días, la verdad habló y los hilillos de orina que se traslucieron en los pantalones de dril caqui habían hecho el resto.
El caso contrario era el hombre al que todos le decían “La Gorda risueña”, porque se la pasaba mirando el cielo y no hacía otra cosa que escribir y dibujar cosas en una libreta de tapa azul símil cuerina con arabescos naranjas que, a éstas alturas tenía un olor hediondo como el que tienen esos perros que llevan varios días de muerto bajo un sol palpitante.
En realidad debo decir, que el olor era lo de menos. Eso ya no importaba, creo que nos habíamos acostumbrado.
—¡Hey gorda! —le gritó de lejos un joven larguirucho y algo musculoso al que todos conocían por “el manijas” por sus orejas puntiagudas—. ¡¿Qué diablos estás dibujando ahora?!
Todos rieron.
—¡Estoy dibujando a tu mamá abrazada con el lechero!
Todos rieron a carcajadas incluyendo “manijas”
“Ése Gorda Risueña, sí que tiene bolas” admitía de vez en cuando el mismo manijas.
—¡¿Manijas...?! —preguntó una voz un tanto lejana y casi apaciguada por la lenta pero pesada aguanieve que se abatía en todo el lugar—. ¿Crees en Dios?
Todos guardaron silencio y vieron como manijas se remilgaba un poco en su lugar, sacaba un Gold Leaf de su chaleco y lo encendía con el pulso de una abuela atacada con la peor de las artrosis.
—¿Si creo en Dios...? ¡Pues ejjeeeejjj...! —escupió una saliva un tanto verdosa antes de responder, se pasó la mano tosca por la boca, mantuvo el cigarrillo entre sus dientes amarillentos, tomó una vieja fotografía entre sus dedos temblorosos y dijo—: Te diré algo, voz extraña, en éste momento estoy mirando una fotografía de mi hija y mi mujer... y si un estúpido zopenco como yo, pudo casarse con ésta hermosa señora que dio a luz a la más hermosa de las mujeres que he conocido en toda mi maldita vida... te diré que sí, que creo en Dios.
—¡Entonces brindemos por el Dios que hizo que manijas sea un padre orgulloso! —gritó la voz desde lejos.
—¡Sí, ja, ja, jaaaaaa! —gritó y rió un hombre algo morrudo al que todos le decían “acuarela” por su cabello pelirrojo y su barba extremadamente negra—. ¡Brindemos por el maldito Dios!
“¡Síííííí!” se oyó gritar miles de voces al unísono.
—Hey acuarela, pásame un poco de tu tabaco —pidió el macho remachado.
Acuarela lo miró un poco a disgusto, pero metió secamente la mano en su morral y sacó un atado de tabaco en hojas; cortó un poco con los dientes y se lo arrojó casi en la cara al pobre desgraciado.
—Gra... gracias —dijo macho.
Del otro lado no hubo respuesta alguna; el silencio se hizo más profundo, el aguanieve pareció acelerarse y la espera pareció tomar forma.
—Yo creo en Dios y también en los ángeles —dijo un hombre al que le habían volado los dientes delanteros, y al que todos ya habían apodado “puertas”—. Mi madre era devota de San Cono, y siempre le rezaba para acertar algunos números en la lotería —agregó y estornudó casi haciendo un vendaval—.
—¡Gorda! —gritó manijas—, ¿Por qué no le dibujas un par de ángeles a puertas, así se lo regala a la madre?
—¿Podrías? —le preguntó puertas a la gorda risueña, mirándolo con ojos lastimeros.
La gorda risueña resopló en su lugar y asintió con la cabeza, pero sin mirar a puertas.
—¡Gracias mi gordita risueña! —gritó puertas mientras se besaba la palma de la mano y le tiraba un beso.
—¡Lo hago por tu madre maldito desdentado, para que cuando regreses a tu casa vea mi dibujo y no se desmaye cuando vea tu fea cara! —gritó la gorda.
Todos, absolutamente todos rieron a carcajadas hasta hartarse.
—¿Crees en los ángeles acuarela? —preguntó manijas soplando por enésima vez su cigarro que se apagaba a cada momento.
—Nunca he visto uno... pero creo que existen, creo que a veces Dios queda jodido de la cabeza y tiene que tener a alguien que lo representa en la tierra para convencer a los hombres de que no sean tan estúpidos... ¿sabes manijas?
El silencio se hizo un poco más hondo.
—En verdad necesitaríamos uno de esos aquí... ¿No acuarela? —preguntó manijas.
—Creo que sí manijas —tosió y de su pecho se escuchó un gorgoteo. Soltó un eructo espantosamente sonoro y agregó—: creo que en algún maldito lugar de éste maldito país debe de haber algún maldito ángel mirándonos mientras se limpia sus malditas uñas ¿sabes manijas? —escupió haciendo una mueca algo graciosa y prosiguió—: creo que el maldito diablo está perfectamente jodido de la cabeza, al igual que a Dios a veces se le vuela la maldita chaveta como ahora... pero también creo ambos tienen algunos malditos ángeles para enviar a la tierra—.
—¿Tú crees? —preguntó puertas.
—Sí... ¡que se yo! ¡jggggffffggjjjj! —escupió—, lo que creo puertas, es que el maldito Dios es bueno y sus ángeles también, y que el maldito diablo es malo y sus ángeles también... Pero también creo que a veces entre ellos hacen malditos pactos o se secuestran los unos a los otros y bueno... ¡Maldita sea, éstas malditas moscas!
—¿Y vuelan? —preguntó manijas.
—¿Las moscas? —respondió acuarela.
—¿Vuelan?
—¿Quiénes... las moscas?
—¡Los ángeles!
—¡Ahhhh...! Ohhh... ehhh —acuarela pensó un instante.
—¡Yo tenía una tía que volaba! —gritó la voz extraña interrumpiendo—. ¡Se comía dos platos de frijoles y luego su enorme culo salía volando con ella!
Todos rieron.
—Yo creo que sí manijas... ejjjj... creo que sí que los malditos ángeles vuelan y que tienen trompetas y esas cosas que les gusta tocar a ellos —explicó acuarela.
—Pero sí los ángeles buenos tocan las trompetas ¿qué tocan los ángeles malos? —preguntó puertas.
—¡Éstos tocan! —gritó la gorda risueña apretándose los testículos.
—¡Tocan el ukelele! —gritó la voz extraña.
—¡Tocan el tambor! —gritó puertas.
—¡Tocan la pandereta y a veces el timbre! —gritó entre risas manijas—.
Acuarela abrió la boca para decir algo, pero una bala salida de la nada le abrió la cabeza en dos, y cayó convulsionándose violentamente sobre otros dos cuerpos que estaban en la trinchera hacía ya dos días descomponiéndose a la intemperie, entregados al olvido y al viento austral donde había una guerra…cualquier guerra.
La gorda risueña, manijas, y puertas miraron a su compañero con gesto amargo.
Cerraron los ojos. Algunos lloraron, pero igualmente cargaron sus fusiles automáticamente y empezaron a disparar una vez más, mientras macho remachado sacaba del chaleco de acuarela una carta ajada y con muchos dobleces. Se persignó y una lágrima rodó por su mejilla.
“Adiós acuarela” pensó.
Se arremangó su chamarra y se unió a sus compañeros.
“En verdad necesitamos uno de esos aquí -pensó macho, mientras las balas trazaban caminos de luz en las penumbras-. En verdad necesitamos uno de esos aquí.