28/1/11

PRIMER INFIERNO


Autor: © Jesús Alejandro Godoy

La tarde se abatía en el horizonte y se dejaba ganar al inmenso frío que congelaba hasta a las más intensas emociones que se pudieran generar.
En la ciudad de Ituzaingó al oeste de Buenos Aires, las cosas pasaban muy lentamente, digamos, que pasaban a una lentitud tan exasperante que hasta los muertos del cementerio cercano pedían un poco de juerga.
Los negocios, la iglesia, los restaurantes, los bares, y un par de locales que estaban a punto de inaugurarse de acuerdo al rápido crecimiento de la ciudad, estaban atestados de personas que trataban de acomodar sus cosas lo más rápido posible ya que se acercaban las vacaciones de invierno; las ventas subirían, y ya los comerciantes imaginaban a los críos haciendo berrinches y morisquetas a llanto limpio si los padres no le compraban lo que ellos querían.

Hacía tiempo que no sucedía nada... extraño.

Fue por eso que nuestra preocupación llegó a su extremo cuando había llegado a la preparatoria un alumno nuevo que se la pasaba hablando de Karate, ninjas y Kung Fu; pero lo más alarmante era que (como todos en un momento), había puesto sus ojos en Walter Mendoza.

El Bar I
—¡Ahora sí que la hiciste! —gritó Mendoza al ver que el nuevo se había derramado un poco de mayonesa de su hamburguesa sobre su chaleco marrón—. ¡Ja, jo, ja miren que imbécil!
Alberto “Bruce” Loe, no tardó en tomar del cuello al gritón. Contrajo su frente y sus ojos parecieron más achinados que nunca, la mueca que hizo se pareció en sumo grado a la que hacía Popeye antes de darle una magistral paliza a su archirival Brutus.
—Mira gordo —murmuró—, si vuelves a llamarme imbécil te juro por mis ancestros que tomo mi nunchako y te lo meto en tu enorme y fofo culo... ¿Ok?
Del otro lado no hubo respuesta, sólo una mirada pétrea y dura de Mendoza.
Fue cuando en silencio nos empezamos a poner de pie...
Walter Mendoza tenía un traste enorme, sí que lo tenía. Era por esa razón –y por sus dientes de conejo obviamente-, que siempre había sido el centro de burlas de todos los alumnos de sexto año del colegio San Judas Tadeo.
Desde: “Conejo Culón”, “Mandíbulas con culo”, “Nalgas dentudas” y miles de etcétera, siempre tanto los de su misma división (o sea nosotros), como los más pequeños, se las habían rebuscado para colocarle el mote más gracioso.
En los primeros años Mendoza había pasado desapercibido casi como todos; luego, cuando los grupos se habían empezado a definir, él había quedado expuesto porque nadie lo quería ni de compañero, amigo o simplemente nadie lo quería ni siquiera de lastre.
Primero lo veíamos acompañado siempre de un chico de nombre Adelo o algo así; ya se sabe, con ése nombre muy lejos no iba a llegar ése pobre infeliz y menos si andaba con Mendoza.
Adelo corría con la ventaja de que era primo de Hugo “Van” Mally, que era uno de los personajes más populares de la preparatoria.
Su apodo “Van” se lo había ganado luego de que en una riña mientras su contrincante lo llenaba de amenazas para amedrentarlo, él simplemente le destrozó los testículos de un veloz golpe al estilo “Van Damme”
Fue el mismo Hugo Van que le aconsejó a su primo que se dejara de tonterías y se alejara de Mendoza para no destruir su ya casi hecha trizas reputación.

Eso fue lo que hizo Adelo.

Luego de ése episodio veíamos a Mendoza vagar solo como un condenado dentro una jaula invisible; algunos nos contaron, que un par de veces los habían encontrado llorando escondido dentro de un armario de madera en la biblioteca, o escondido tras los trastos viejos en el subsuelo del colegio. Nadie lo consolaba, nadie lo ayudaba, nadie lo contenía, solamente era el fetiche más obsceno de las burlas más duras.
Su inexistente popularidad se hundió más que el Titanic cuando una vez presuroso por descargar su ya conocido llanto, se había metido a toda velocidad sin darse cuenta, al baño de las niñas y se había dado un buen coscorrón –con topetazo incluido- contra una de las niñas más bellas del colegio.
“¡Me tocó una teta!” fue lo que había gritado Florencia “Flopy” Sotieguy.
¿Si era mentira?
¡Claro que era mentira!
Todos lo sabían, y hasta los profesores, los celadores, y el rector sabían que era mentira. Pero a Mendoza había que verlo sufrir y eso fue exactamente lo que hicieron.
No solamente lo humillaron frente a todos sus compañeros, sino que lo suspendieron por dos semanas; y luego, tuvo que relatar lo sucedido frente a su madre y el sacerdote Francisco Novak –que no veía bien lo que hacían con el pobre chico, pero que también sabía, no podía contradecir a la familia en su proceder-, detalladamente, y hasta se cuenta que su padrastro le hizo escribir cinco mil veces en su cuaderno algo al estilo de: “No tengo que ser tan estúpido”
La “falsa tocada de tetas” ya era todo un hecho, y Mendoza decía también que así había sucedido pues no tenía la fortaleza para oponerse a nadie.
Hasta el día de hoy creo que si el rector le decía que además de decir que le había querido tocar los pechos a una de las niñas, también tenia que decir que lo había encontrado traficando mulas en la terraza, él no tenía problemas en reafirmarlo y reír inclusive mientras lo decía.

Eso fue todo y eso era todo...

Creo que luego de todo esto o luego de algunos de estos momentos, fue cuando desarrolló esa extraña personalidad que lo había vuelto más raro y distante que nunca.
El secreto que se oía a voces, decía que lo habían encontrado en su habitación embadurnado hasta los cojones con una mezcla de miel, veneno para ratas, puré de papas instantáneo y whisky JB, jurando que estaba fabricando una medicina especial para que su cuerpo se convirtiera en un cuerpo musculado, fibroso y marcado.
Lo más (si se puede decir ilógico) era que pegados a su ungüento tenía varias hojas de sus carpetas y papeles recortados irregularmente en los que se había dibujado a sí mismo golpeando y vengándose de sus atacantes; y en las que había escrito plegarias con un marcador negro.
Un cuerpo fibroso, músculos y marcado...
La verdad es que lo único que le había quedado marcado fueron los azotes que le había propinado su padrastro.
Cuentan que esa noche le pegó tanto que lo mandó a hipervelocidad a la clínica del doctor Sergio Allende antes de que pudiera siquiera gritar de dolor.
En la clínica, lo atendieron por la erupción subcutánea que había tenido por la mezcla que se había untado.
Allende aconsejó que por esa noche se quedara en observación por si tenía algún tipo de rebrote. Lo cierto (y según como lo comentó el comisario Nicolás Cernadas) luego de pasada la medianoche los gritos del chico alertaron a todos los pacientes de la clínica, a los ocasionales transeúntes y hasta a los perros que se habían amontonado frente a las ventanas de la clínica a aullar como lobos salvajes.
El doctor Allende había optado por llamar a su amigo Cernadas, luego de que fallaran todos los intentos por derribar la puerta.
“No comprendo Nicolás, hasta quisimos derribar la puerta a hachazos y mira... ni una marca” había dicho el médico señalando la puerta de madera pintada de color beige con un cartel acrílico donde se veía el número “202”.
La madre de Mendoza no había tardado en llegar acarreando a su novio (que siempre estaba más ebrio que un bodeguero ganado a la tentación) pidiendo a los gritos y llantos desconsolados que sacaran a su hijo de la habitación lo más rápido posible.
Lo cierto es que luego de las doce y veinte minutos exactamente, y luego de oír gritar al chico hasta el hartazgo; Cernadas decidió tomar su calibre 22 reglamentaria y volar la cerradura de un balazo.

Y acá viene lo bueno...

Los que estuvieron ahí, juran que una voz como un gran gorjeo, una voz espantosamente de tumba y terrosa dijo: “Ahora todo ha cambiado... ahora será mi momento” y seguidamente los gritos cesaron y la puerta se abrió tan despacio como si jamás hubiese estado trancada.
Todos ingresaron a la habitación como un malón, pero no vieron un espectáculo horrendo, dantesco ni nada extraño; solamente vieron a Walter Mendoza, durmiendo de lado y roncando como si se fuera a morder y a seccionarse la traquea él mismo en cualquier momento.
Todos buscaron a alguien o algo extraño en la habitación, pero nada encontraron.
Cuando Mendoza se despertó debido al tumulto que estaba haciendo todos alrededor; y más, cuando su madre le pegó un codazo accidentalmente en la cabeza antes de despertarlo, fue cuando todos vieron esos ojos...

El Bar II
 Los mismo ojos que estábamos viendo nosotros ahora.
—Vámonos —le susurró un compañero de apellido Duré a otro de apellido Gola y éste a López y éste a... todos nos levantamos como perros asustados.
“Bruce” Lo, no había conocido antes a Mendoza, pero también se dio cuenta que algo no funcionaba bien.
Fue por eso que creo que abrió la boca para decir algo, pero antes de hacer eso, un puñetazo le partió el labio superior en dos y le arrancó tres dientes de cuajo como si un forzudo le hubiera dado un batazo a toda potencia.
La cabeza de Bruce se balanceó como la cabeza de esos muñecos de prueba para accidentes, como si éste estuviese dentro de un pequeño compacto estrellándose en un muro de concreto sólido.
La sangre salió a borbotones con el rostro tal vez cómico de Bruce mirando la nada. El segundo golpe fue un cabezazo feroz que le partió la nariz en varios pedazos ¡Crack!
Y el tercer golpe fue un gancho desde abajo que le subió la mandíbula hasta casi tocarse con su frente.
Luego Bruce se desvaneció cayendo torpemente al suelo como si a una marioneta le cortaran los hilos que le daban vida.
Sólo Dios sabía si se iba a levantar nuevamente.

Pero nunca era suficiente... sí, jamás era suficiente.

Cuando el chico Mendoza había salido de la clínica, todos decían que estaba cambiado... más rápido, más espabilado.
Ya no parecía el zonzo de siempre, su andar era un poco más altanero y firme; pero su don... su don empezó a fastidiar a todos.
“¡Te veo maldito embustero, te veo robando la caja fuerte del club!” le había espetado en la cara al viejo Truto, cuando éste caminaba tranquilamente con su familia para entrar a un restaurante.
“¿Cómo te fue con el novio de tu hija, vieja sucia? ¡Que buena revolcada! ¿No?” le había gritado desde lejos a la viuda Sosa mientras hablaba con una compañera del gimnasio.
Y así una y otra vez con todos y cada uno de los habitantes de la ciudad de Ituzaingó; algunos, enfrentaban al chico o a su madre para que se callara, otros querían caerle a patadas en el gordo culo.
Otros sin embargo, se alejaban a la carrera para no escuchar lo que el chico les decía. Con el tiempo algunos comprobaron que lo que el chico decía era pura verdad, pues al viejo Truto le habían encontrado una cuenta fantasma en un banco del interior, y la hija de la viuda Sosa había obtenido una confesión de su novio cuando éste se había pasado de copas en el cumpleaños de su padre.

Todo era verdad...

Pero al único que Mendoza no fastidiaba era a Nicolás Cernadas, con él era todo distinto; habría sido tal vez porque Cernadas nunca lo había visto como una abominación, sino, como un pobre chico que necesitaba un poco de cariño y más auto confianza.
Mendoza o lo que fuera que estaba dentro de él lo sabía, y cuando Cernadas se acercaba al muchacho, éste se quedaba quieto e indefenso como un cachorro.
Fue por eso que varias –sino era la totalidad de los damnificados o sea más de la mitad de Ituzaingó-, personas habían pedido reunirse con él para discutir que hacer con el chico Mendoza.
Cernadas los escuchó a todos con paciencia en la gran antesala de la biblioteca de Ituzaingó, y les prometió que hablaría con él.
Pasó un tiempo y esta vez cuando Cernadas pidió una reunión fue tajante y claro: “El chico Mendoza me dijo que si nadie más se volvía a burlar de él, atacarlo, o a humillarlo él dejaría de hablar cosas... personales”.
Casi todos quedaron de acuerdo en que no había que molestar al chico adivino; otros, quería quemarlo en una pira.
Creo que dentro de todo, la lógica había funcionado hasta que Mendoza le había arrancado “literalmente” la cabeza a su enemigo natural Hugo “Van” Mally.
Todos estaban horrorizados.
El chico Mendoza también.
La policía lo había esposado y lo había dejado en una celda común hasta que las cosas se aclararan. El padre Novak, había ido a ver al chico pero creo que desde el momento que se paró frente a Mendoza, tenía la firme sensación de que estaba de pie frente a algo que no era un chico de quince años.
Dicen, que cuando el sacerdote Novak empezó a hablar de Cristo y de los apóstoles, Mendoza se había vuelto loco y su piel se había puesto de un color morado violáceo, como la piel de un muerto de hacía dos o más semanas.
El olor a carne descompuesta y el vapor que salía del suelo de la celda, hicieron que todos los policías salieran disparados como ratas frente a un fumigador. Novak yacía inconsciente en el suelo abrazando su biblia como si fuese un ebrio abrazado a su botella.
Fue cuando llegó Nicolás Cernadas y todo terminó en un santiamén. El chico empezó a llorar como un condenado y hasta se orinó encima por ver al padre Novak en el suelo con las piernas abiertas como si fuese a dar a luz.

Nadie supo explicar que había pasado.

Novak jamás había hablado del asunto; y seguidamente apenas se había recuperado de su “experiencia” había aceptado la invitación de un feligrés a viajar a Italia en un barco que se llamaba Kadros.
Todos tuvieron miedo a lo que estaba dentro de Walter Mendoza, y lo que estuviese dentro de él, le temía a Nicolás Cernadas.
Fue por eso que fue al único que “ la cosa” no persiguió ni mortificó en los sueños, ni en la oscuridad de las calles vacías de Ituzaingó.
Algunos dijeron que se metía en la mente y les mostraba a cada uno la muerte que les esperaba si se burlaban una vez más del chico Mendoza, o se atrevían a golpearlo o a jugarle una chanza pesada.
Una mujer muy flaca (creo que con cáncer terminal), contó entre risas que una vez su esposo le había querido volar la cabeza a Mendoza de un escopetazo pues ya no soportaba oír al muchacho decir tantas verdades ni de él ni de sus dos hijas que habían terminado como prostitutas de lujo en España.
Contaba; que cuando le disparó en la frente, el viejo había gritado de alegría, pero para su sorpresa u horror antes que los perdigones tocaran la frente del chico, éste se había transformado en un ser alado de color parduzco, enormes dientes podridos, ojos negros y que chillaba como un cerdo delante de un megáfono y despedía una fetidez absoluta.
El hombre ni siquiera había tenido tiempo de darse cuenta que ya estaba muerto porque la cosa le había seccionado la cabeza con el borde filoso de una de sus enormes alas.
A la mujer la habían encontrado delirando a horcajadas del cuerpo decapitado de su esposo.
Todos aseguraron y afirmaron que la mujer estaba delirando por su tratamiento de quimioterapia y todos los medicamentos que tomaba para paliar esa intolerable enfermedad; pero, la cabeza de su esposo faltaba, eso era un hecho...
Eso era un hecho...

El Bar III
Mendoza apartó la mesa con tal fuerza que la única pata circular de ésta y atornillada al piso con bulones macizos, salió disparada sobre nuestras cabezas como si la hubieran disparado desde un enorme cañón. La pata se incrustó en la luneta trasera de un Chevrolet gris y la madera cruzó volando los cables de alta tensión y cayó a la mitad de la calle.
El primer puntapiés que le propinó al infeliz Bruce, creo que le quebró algún hueso de la cabeza ya que el sonido fue hueco y agónico; el segundo puntapiés hizo saltar sangre como si hubiesen perforado la cabeza del chico para llenar miles de barriles de petróleo.
Uno de mis compañeros –más precisamente Abel “Putete” Romón- se desmayó cuando vio como uno de los ojos del oriental volaba por los aires como si dentro de la cuenca —ahora vacía y sangrante— de su calavera le hubieran colocado algún tipo de chasco, como esos anteojos con nariz, bigotes y ojos con resortes.
Cuando Nicolás Cernadas llegó a la escena, se acercó muy lentamente a Mendoza y colocó su mano en la mollera del chico. Esto hizo que se detuviera. Todo quedó en silencio. Ya todo había concluido en un festín tan horrendo como carnicero.
Walter Mendoza estaba exhausto. Se miró las manos, se tocó los pantalones de dril, y miró el suelo.
El grito de Mendoza fue como el de un ser humano al que lo están depilando con lija.
Gritó, gritó, lloró y volvió a gritar como un animal; pero, nada pudo hacer, nada pudimos hacer.
Sinceramente habíamos llegado muy tarde, para avisarle a “Bruce” Lo, que evitara enfrentarse con Walter Mendoza.

Todos hicimos silencio. Todo Ituzaingó quedó en silencio.

Al padrastro de Mendoza (del que sabíamos solamente que le decían “Matute”, nunca supimos porqué), lo habían encontrado empalado desde la columna vertebral hasta cerca del cerebelo.
Lo había encontrado un pequeño que estaba buscando ranas en un descampado.
Nadie dijo nada, la madre de Mendoza tampoco. Lo único que se supo fue que al hombre le faltaban los ojos, la lengua, y le habían arrancado los órganos internos desde el ano, con lo que parecía ser un descomunal y enorme mordisco. Dentro de todos los orificios sangrantes, habían encontrado los papeles recortados que el chico se había pegado cuando había estado internado.
Cuando por fin había podido bajar al padrastro de Mendoza de su tumba vertical, ante sus ojos habían visto la destrucción que había causado el asesino.
Todos sabían que era él. Todos sabían que lo había matado el chico Mendoza.
Cernadas entonces había tomado la decisión de encarcelar al chico y enviarlo a la sombra para siempre; pero para su sorpresa, las mismas personas que antes se burlaban de Mendoza, ahora querían que no lo molestase y ni siquiera que dejara entrever que en algún momento lo iba a encarcelar o darle una reprimenda.
Cernadas hizo oídos sordos a todos “esos estúpidos locos” como dijo en su momento, y había ido a ver al chico y a su madre.
Cuando había aparcado su camioneta en la acera fuera de la casa, sintió que la cabeza le iba a estallar en mil pedazos; y algo le dijo: “Te temo hombre y tú lo sabes, pero si no dejas al chico me llevaré a alguien...” y enseguida tuvo una visión de su novia y futuro esposa Karina, siendo decapitada y golpeada por un monstruo salido de alguna mente demencial.
Miró hacia dentro de la casa y el chico Mendoza lo estaba mirando con esos ojos totalmente rojos... vidriosos, huecos y fríos. Luego sonrió y saludó con la mano en alto, sus ojos ahora eran de ésa marrón opaco y cansado, que le habían dejado tantos años de burlas y castigos.
Nicolás sonrió forzadamente y aceleró muy despacio el vehículo hasta frenar en seco cerca de una ochava; esa visión había sido muy real. Lloró y sin quererlo tomó entre sus manos fotocopias de varios papeles que él mantenía dentro de una carpeta forrada en papel verde.
Miró temblorosamente las hojas y vio entre sus manos los trazos de un niño que dibujaban simplemente un ser alado que golpeaba con un “pum” y un “paf” a todos los que le habían hecho mal, y al lado una leyenda que rezaba: “Que todo esto termine para siempre, yo tengo poder, yo soy invencible y puedo volar”
Cernadas volvió a llorar, estaba temblando.
Dejó ese papel y los otros junto a él. Se recompuso y fue a buscar a su novia.
Eso había sido todo...

El Bar IV
Después apareció una camioneta íntegramente pintada de negro y sin chapas patentes. Se bajaron de ella dos hombres robustos cuyos rostros estaban casi escondidos tras barbijos verdes. Tomaron el cuerpo del ahora muerto Alberto “Bruce” Loe, lo envolvieron hasta amortajarlo en una gruesa bolsa negra y lo colocaron en la parte trasera de la camioneta.
Cuando ésta partió, una pequeña utilitaria pintada de blanco y en las mismas condiciones que el vehículo anterior, se detuvo frente al bar donde nos encontrábamos.
Bajaron cuatro sujetos enfundados en trajes verde agua con algunos agregados de neopreno.
Nos dijeron que nos apartáramos y empezaron a limpiar el lugar. Luego de casi media hora de colocar varias veces algunos productos inclasificables pero de penetrante aroma y efectos secundarios como ojos llorosos y gargantas inflamadas, partieron haciendo señales de que todo estaba bien.
Algunos empleados que nunca habíamos visto en nuestra vida se acercaron y cambiaron la mesa y se llevaron el Chevrolet gris –seguramente para reemplazar la luneta-, y en menos de veinte minutos cambiaron el gran cristal de la marquesina que había quedado hecho añicos.
Cernadas se llevó a Mendoza como abobado y lento, y lo colocó muy despacio en el asiento trasero de su camioneta.
Nos sentamos tranquilamente, empezamos a hablar de algo, y enseguida todos nos imitaron. La gente siguió haciendo lo suyo. Nadie supo nada, nadie sabía nada, aquí nada había sucedido.


El Bar V
Pasaron dos semanas y luego que la familia de Bruce Loe fuera buscar su cuerpo -al cual todos aseguraban lo había golpeado un vagón del ferrocarril Sarmiento-, nos sentamos a la misma mesa en silencio, con Walter Mendoza a nuestro lado.
Todos hablábamos y tratábamos de no molestarlo y no ofenderlo en lo más mínimo; pues sabíamos que lo que estuviera viviendo dentro de su cuerpo saldría y se cargaría a cualquiera de nosotros sin miramientos como se había cargado a Bruce Loe, a Hugo Van, a Luciano “pícoro” Miné, a su padrastro, a Florencia “Flopy” Sotieguy y a otros más que vimos y veríamos morir frente a nuestros ojos como moscas.
Nada podíamos hacer, a nadie podíamos alertar, porque Walter Mendoza se estaba cobrando poco a poco todos los momentos vividos; se estaba cobrando cada lágrima, cada instante de humillación, cada ofensa recibida, cada herida, cada tormento; y nada podíamos hacer porque todos sabíamos íntimamente, que éramos responsables de lo que estaba sucediendo.
Sin quererlo, o tal vez deseándolo, habíamos creado nuestro propio monstruo, nuestra propia pesadilla, nuestro primer infierno...

—¿Me pasan la sal? —pidió Mendoza.
—¡Claro! —casi gritaron todos al unísono.

Nuestro propio demonio...


1 comentario:

AndMax dijo...

Muy buen cuento. Muy entretenido.

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